Debimos ser felices

Mi madre, a los 17, creyó por primera vez que vivir no valía la pena

El pasado es un pozo en el que suelo asomarme a veces, pero a vos te hizo caer

También miro la antigua cara de mi madre, menos hinchada, menos desecha, pero no digo nada.

Siempre me pareció que detrás del cielo negro solo hay luz y que las estrellas son los agujeritos por donde se cuela.

Esta noche las estrellas van a ser eso: un pinchazo de aguja sobre un telón infinito.

Las olas se escuchan fuerte. El mar es como una boca negra, nerviosa, que quiere tragarlo todo.

Mi padre, pienso, es como un perro que mira el agua.

Durante una década, su psicóloga trató de llegar al centro de ella, pero como si fuera una fruta, no pudo hacerlo sin romperla un poco.

No sé todavía que hay algo en este apartamento, en esta ciudad, que hace que todo se eche a perder más rápido: el azúcar, las galletas, las paredes, los huesos, los pulmones.

Mi madre, a los 17, creyó por primera vez que vivir no valía la pena.

Mi abuela siempre repitió que esa lluvia, la que caía mientras se casaba con el único hombre de su vida, había sido un mal augurio.