Alberto Bejarano rompe con la estructura convencional de un libro de poemas. Estas páginas son movimiento, música, presencias que van y vienen, que no sienten la necesidad de explicarse, que habitan sus nombres decididamente, voces que conversan, aúllan y reclaman, voces que envuelven y son ellas mismas un beso al corazón de la realidad.
La bailarina sonámbula es también un homenaje. Leyendo con atención, permitiéndonos entrar en sus ritmos cambiantes, en sus blancos silencios, en su aparente caos, en sus lentos alcoholes, en sus brevedades y en sus fugas, uno puede advertir que Alberto Bejarano es un poeta comprometido con su poesía, pero, sobre todo, comprometido con su experiencia vital y poética. Acá o allá se encienden distintas miradas, entran en escena la palabra contenida y sugerente de un poeta como José Manuel Arango, o la invitación al libro único de Mallarmé; también sobrevuelan estas páginas las voces soleadas de Brasil, la guitarra ebria del blues, el retorno a secretos rituales, el baile alrededor de lo que su propia escritura es, alrededor de lo que no es.