Las causas del fracaso del socialismo revolucionario, que pretendía desarrollarse en el seno de un estado proletario de nuevo tipo, son bien conocidas. En los años de su mismo comienzo, en Rusia, la llamada “guerra civil” convirtió los “sóviet”, cuya función hubiera debido ser la de un órgano para realizar la política de abajo hacia arriba, en un sistema de transmisión de órdenes de arriba hacia abajo, como se pudo ver en la crisis de 1921. Después, a partir de 1928, Stalin abandonó el proyecto económico innovador que se había ido elaborando en el Gosplan, para convertir la planificación en un sistema de órdenes encaminado a conseguir, no los objetivos globales que se anunciaban (que incluían la construcción de viviendas, la producción de bienes de consumo y una mejora de los niveles de vida de los trabajadores), sino tan sólo aquellos que el gobierno consideraba prioritarios. Lo que explica que el ejército soviético dispusiera de más tanques y aviones que el alemán después de Stalingrado; pero también que estos éxitos se pagasen con el sacrificio de los niveles de vida de los ciudadanos.
El fracaso del sistema soviético no fue, sin embargo, el de su economía, como se suele decir, pese a los errores que implicaba el modelo industrializador adoptado (2) y los costes irracionales de la colectivización agraria. De acuerdo con Mark Harrison, la productividad creció establemente de 1928 a 1987 y el PNB per capita se multiplicó por cinco, lo que le lleva a la conclusión de que la economía soviética avanzaba a mediados de los años setenta hacia igualar a las occidentales y que, si bien fue entonces cuando comenzó a frenar su progresión, seguía conservando un crecimiento positivo, hasta que Gorbachov la llevó al colapso. (3)
Lo que fracasó por completo fue, en contrapartida, el intento de crear una nueva sociedad, basada en un modelo de “socialismo marxista”, que hubiera habido que inventar, puesto que no existía aún. Por el contrario, el propio marxismo se degradó en las sociedades del “comunismo realmente existente”, al transformarlo en una vulgarización simplificadora: una doctrina oficial integrada por dogmas que pudieran enseñarse fácilmente, al modo del catecismo, y que debían quedar más allá de toda discusión, como fundamento de la legitimidad de los regímenes gobernantes.
En la época de Brezhnev el marxismo se había convertido en la Unión Soviética en una liturgia, cultivada por unos especialistas que se encargaban de añadir las jaculatorias oportunas a los documentos que redactaban los políticos. En 1985 E.P. Thompson contaba: “Un amigo mío estaba el año pasado en la Unión Soviética. Después de un seminario de historia en el que se trataban temas relativos a la luchas de clases y a las relaciones de clase, unos miembros de la profesión histórica soviética, que no eran ‘disidentes’, le llevaron discretamente a un lado y le dijeron: ‘Los científicos serios ya no usan el concepto de clase en la Unión Soviética’” (Thompson, 2000:11).
El testimonio más patético de la miseria ideológica a que se había llegado lo tenemos en los diarios de Anatoly Chernyaev, el hombre que estuvo al lado de Gorbachov hasta los últimos momentos del Estado soviético, quien nos muestra que los propios dirigentes habían evolucionado de la crítica a la “deformación del socialismo” y a la “desviación de Lenin”, hasta “una condena total del marxismo-leninismo como ideología y teoría, y el rechazo en general de un régimen socialista”; algo en que participaba incluso el hombre que había asumido la tarea de reformar el sistema, puesto que, según contaba Chernayev a comienzos de 1990, “M.S. (Gorbachov) no cree en ninguna ideología”. (4)
En cuanto a la otra