—A ellos no les importa —sostuvo, refiriéndose a los muertos—. No les importa si el funeral es grande o no. Eso es solo para los vivos. A los muertos no les importa.
Luego quedó callada. Todas callamos, aunque la cosa cambió en cuanto volvieron Alcimo y Automedonte.
—Tenéis que salir de aquí ya —le dijo Automedonte a Hécuba, con voz alta y clara, como si pensara que estaba sorda o demente—. Odiseo va a zarpar.
Odiseo le había matado el nieto, y ella era ahora la esclava de Odiseo. Vi cómo dos mujeres la ayudaban a levantarse. Tenía un aspecto tan frágil, tan demacrado (como una hoja en invierno, cuando los temporales la han reducido a lo marchito de sus venas). De verdad pensé que no llegaría viva a los barcos. Eso esperaba, por su propio bien.
Llegaron más guardias, y no tuvieron ningún cuidado, ni consideración hacia la edad y la debilidad de las mujeres. Las hacinaron de malos modos en la explanada y las pusieron en formación, para poder distribuirlas en los barcos. Eché a andar en la dirección opuesta, decidida a ver por última vez el túmulo funerario, pero uno de los guardias interpuso la lanza, y tuve que dar marcha atrás.
—¡Oye, tú! —Oí que le dijeron al guardia—. ¿Qué te crees que estás haciendo? Esa es nada menos que la mujer de Alcimo. —Y el guardia bajó la lanza en el acto.
Así que gozaba de libertad para volver al túmulo funerario. Sabía que tenía que hacer una cosa más antes de irme. El cuerpo de Políxena estaba donde cayó. El viento le zarandeaba el manto blanco, el mismo viento que nos llevaría lejos de Troya. Me armé de valor y le di la vuelta. Parecía que tuviera dos bocas, con aquella herida tan profunda en la garganta, y las dos mudas.
«Las mujeres están más guapas calladas».
Despacio