—afirmó, otra vez sin un instante de vacilación—. No quiero forzarte a aceptar otro papel más que no pediste y no deseas. No sustituiré el velo que tanto aborrecías con una corona que odias. Si no quieres aceptar la corona, te apoyaré —me prometió, y la intensidad de sus palabras me atrapó; el juramento que estaba haciendo era irrevocable—. Y si decides que quieres aceptar lo que es tuyo y reclamar el trono, prenderé fuego al reino entero y contemplaré cómo se quema si eso garantiza que la corona descanse sobre tu cabeza.