Poseía «el ojo de halcón» que en el mundo del arte, como «el ojo clínico» en medicina, es un talento en extinción. Ella podía ver a través de una pintura, podía entender su matriz. Tenía un don innato para descomponer una imagen en su cabeza y volverla a armar como un fabricante suizo frente a una pieza de relojería y, como buena ludita que también era, rechazaba de plano cualquier avance tecnológico en materia de autentificación de obra; solo confiaba en una linterna que emitía una tenue radiación azul y entraba en la palma de su mano. «La luz negra», la llaman en la jerga forense.