Dice Sergio Pitol en las páginas que el lector tiene en sus manos: “El escritor sabe que su vida está en el lenguaje, que su felicidad o su desdicha dependen de él. He sido un amante de la palabra, he sido su siervo, un explorador sobre su cuerpo, un topo que cava en su subsuelo; soy también su inquisidor, su abogado, su verdugo. Soy el ángel de la guarda y la aviesa serpiente, la manzana, el árbol y el demonio”. Pitol sueña la realidad y ha hecho de la distorsión un arte. El mago de Viena es una muestra de esta poética en la que la literatura es otra forma de lo real, quizá la más verdadera. Para el autor de El arte de la fuga (que junto a El viaje y El mago de Viena conforman el Tríptico de la memoria), la literatura nunca ha sido imaginaria, sino la sustancia más tangible, más hermosa de la realidad. Sergio Pitol ha dicho que la literatura es una forma íntima de la utopía, que en la realidad “no hay tal lugar”, pero en la literatura sí: que es habitable, que uno tiene que luchar con el ángel hasta verse bendecido. Pitol es el lector perfecto: atrapado por la literatura, se dejó llevar por ella. Poco a poco iba descubriendo sus propios mundos, los que le estaban reservados, con esos autores y lecturas tan bien retratados en El mago de Viena. Pitol llegó a ellos de manera natural, tropezando no con lo que buscaba, sino con lo que ya le pertenecía. Y ha fundado una literatura propia, una obra que ha transformado a la lengua, y ha abierto su propio reino.