El siglo XIX fue testigo de un intenso proceso de destrucción de regímenes comunales agrarios a lo largo de todo el mundo. Como reacción a su expolio, diversas plataformas y movimientos políticos cuestionaron la primacía absoluta de los derechos de propiedad individual en el campo. Puede denominarse como “populismo agrario” a unas sensibilidades que enarbolaron la defensa de la propiedad en común de la tierra y un desarrollo social y económico a partir de bases campesinas. Para muchos de sus contemporáneos, estas propuestas estaban condenadas al fracaso. Frecuentemente, se reprochaba a este populismo una idealización de las comunidades rurales, cuando en realidad hervían en su seno tensiones sociales muy agudas. Sin embargo, con todas sus limitaciones, sus defensores tuvieron una intuición correcta y plenamente actual: de Henry George a Joaquín Costa, de Élisée Reclus a Piotr Kropotkin, de los naródniki rusos a los agraristas mexicanos, desde los más variados contextos geográficos e históricos, siempre ha sobrevolado la convicción de que la tierra es un factor limitado, no reproducible ni comercializable. Y es que como sostiene César Roa, la sabiduría de los regímenes comunales agrarios ha consistido precisamente en descubrir y atesorar otras formas de ocupación del territorio, recordándonos lo que compartimos como especie humana.