Quienes se dieron cuenta de que la misma Iglesia bendecía al asesino y a la víctima, de que las iglesias se negaban a hablar con claridad y desplegaban, bajo el peor terror que jamás azotó al hombre civilizado, una política de culpable silencio, quienes conocen estas cosas, no se sorprenden de la bancarrota de cualquier postura teológica a partir de ese momento.