A las cinco de la tarde de un miércoles de otoño, en el aluminio impoluto de una brillante batea, bajo mi mirada aún narcotizada por la anestesia, mis nacaradas cuerdas vocales palpitaban aún, como si ella todavía las animase, ante la sonrisa satisfecha de aquel médico sin escrúpulos que me había liberado para siempre, con gesto experto y definitivo, de su tiranía