Mi mente era un revoltijo de citas de Rilke («Tú que nunca llegaste hasta mis brazos, amada que perdí desde el principio…»), de la voz de su padre («Te aseguro que me estoy conteniendo para no decir algo de lo que pueda arrepentirme») y de aquella figura hecha de añoranza solidificada, aquella presencia que por fin tenía entre las manos.