Los sueños recurrentes funcionaban como una defensa del inconsciente contra la amenaza introducida por Emilia en la vida de Eduardo. Ser feliz, entregarse al enamoramiento, al riesgo de triunfar en la seducción, significaba renunciar al orden simbólico que, por más neurótico y fóbico que fuera, daba sentido a su vida. Abandonarlo era demasiado peligroso: si fracasaba en sus intentos de conquistar a Emilia, de encontrar en ella un objeto que ocupara el lugar vacío del deseo, se quedaría solo ante el abismo, y entonces sí tendría un brote psicótico, estrategia desesperada de la psique para recuperar la realidad. A través de pesadillas espantosas, la mente de Eduardo se protegía contra una locura devastadora.