Declaración de las canciones oscuras

Quisiera estar ciego para dejar de ver esta oscuridad espeluznante

Dormía el prior. Los hermanos dormían. Dormían los frailes todos entregados a las profundas tinieblas de un sueño sin imágenes. Podría pensarse de aquel sueño que no era sino la continuación de las pobrezas, renuncias y austeridades de la vigilia tan propias del Carmelo Reformado, aunque muy errado anduviera quien aquello afirmase.

Y que allí donde no encuentre mi lengua sentencia ni palabra valga el dedo de argumento. Que hable el dedo. Que comunique con la frescura de su carne lo imposible de la diligencia. Que clame que traer el cuerpo todo hubiera sido un despropósito pudriéndose en el camino. Que explique la parte la ausencia del resto. Que con el dedo se entretenga doña Ana. Que le sirva el dedo de consuelo mientras se secan esos huesos y se curten del fraile los pellejos. Que sea este dedo mi lengua y amenamente hable.

Al fin la flecha había alcanzado al ciervo y el verso al verso y el ciervo murió. Y el ciervo no murió sino que trocose en una paloma y la paloma alzó el vuelo.

¡Oh llama de amor viva

que tiernamente hieres

de mi alma en el más profundo centro!

Pues ya no eres esquiva,

acaba ya, si quieres;

¡rompe la tela de este dulce encuentro!

Ama y deléitate en lo que no entiendes.

Perdido, loco, ciego, mendigando una mirada donde mirarse, y cuyo amor es un secreto incluso para él mismo.

Tengo que andan los seres y las cosas mudando sus naturalezas y, desalojando sus moldes, vagan materias y sustancias por inconstantes formas.

Cierto es que caprichosa diosa es la Fortuna

aunque en verdad un poema nunca su fin alcanza sino que antes se llega y vuelve a su silencio primero y en aquella callada oscuridad halla de nuevo principio