Definitivamente, tengo el síndrome del miembro fantasma: pienso ahora más en Linda y en Unai que cuando estaban aquí. A pesar de los años que han pasado, recuerdo perfectamente que en tu tesis doctoral utilizabas el síndrome del miembro fantasma como metáfora para analizar una de las cinco patologías que la realidad virtual presentaba por aquel entonces, y aludías a las tesis poshumanistas que vaticinaban la obsolescencia del cuerpo y aseguraban que en un futuro no muy lejano sería posible separarlo de la mente, como si esta fuera el software y aquel el hardware, el receptáculo donde podríamos transferir nuestros cerebros escaneados mediante un fabuloso uploading que nos abriría las puertas de la inmortalidad. Las tesis poshumanistas no han llegado a cumplirse, tal vez porque los humanos hemos dedicado demasiado esfuerzo y dinero en los últimos tiempos a matarnos entre nosotros, pero la realidad virtual se ha convertido, paradójicamente, en una de las mejores terapias para combatir los dolores ocasionados por el síndrome del miembro fantasma, como atestigua la sala de consolas del pabellón 9, que desde el Gran Apagón se ha convertido en un triste cementerio tecnológico