Hay algo devastador en la marcha definitiva de una persona, algo que nos deja devastados. No es producto de nuestra imaginación; esa marcha despeja dentro de nosotros un territorio, un espacio inmenso hecho de ruina y desolación. Sería preciso abandonar ese espacio para acudir al sitio donde se encuentra la persona, pero ésta ya no ocupa ningún lugar, y las únicas huellas que nos quedan son objetos, fotografías, o su voz, siempre en presente, en un presente que ya sólo puede ser el de ese mundo devastado.