—Ponte otra vez la gorra —dije—. ¡Y lárgate!
—¿Cómo? —chilló Annabeth—. ¡No! ¡No voy a dejarte aquí!
—Tengo un plan. Yo los distraeré. Tú puedes usar la araña metálica. Quizá vuelva a conducirte hasta Hefesto. Has de contarle lo que ocurre.
—Pero ¡te matarán!
—Todo saldrá bien. Además, no tenemos opción.
Annabeth me miró furiosa, como si tuviera ganas de darme un puñetazo. Y entonces hizo una cosa que me sorprendió todavía más. Me besó.
—Ve con cuidado, sesos de alga. —Se puso la gorra y desapareció.
En otras circunstancias, probablemente me habría quedado allí sentado el resto del día, contemplando la lava y tratando de recordar cómo me llamaba. Pero los demonios marinos me devolvieron bruscamente a la realidad.