Supongo que en el fondo ese comportamiento extraño se basaba en una aversión incurable por el engaño. Aun cuando fuera para salvar la piel, detestaba engañar a la gente. Vencer la resistencia de una mujer, hacer que te amase, despertar sus celos, volverla a ganar: hacer cosas así, incluso mediante el uso inconsciente de métodos legítimos, iba contra mi carácter. Para mí, no había triunfo ni satisfacción, a no ser que la mujer se entregase voluntariamente. Siempre fui un mal pretendiente. Me desanimaba fácilmente, no porque dudara de mis poderes, sino porque desconfiaba de ellos. Quería que la mujer viniese a mí. Quería que fuera ella la que hiciese las insinuaciones. ¡No había peligro de que pareciera demasiado audaz! Cuanto más imprudentemente se entregaba, más la admiraba yo.