Mi percepción era forzosamente extraterritorial. En 1974, cuando fui al estadio de River, un señor oyó mi acento y me preguntó si era cierto que en México el hincha de un equipo como River podía sentarse al lado de un hincha equivalente a un bostero. Le dije que sí. «¿Y no se matan?», preguntó con interés. Le expliqué que, al menos para eso, éramos pacíficos. Su respuesta fue fulminante: «¡Pero qué degenerados!»