Los aerostatos

La juventud es un talento, se necesita tiempo para adquirirla. Muchos años más tarde, por fin me convertí en una persona joven. Lo aprendí del doble crimen de Pie.

Como Pie había resumido perfectamente, mi impacto sobre él había consistido en transformarlo en lector de gran literatura, que lo es todo menos una escuela de inocuidad. Esquilo, Sófocles, Shakespeare, por citar solo a algunos, habrían ordenado a un joven de nivel liquidar a semejantes carroñas.

Aunque yo no le hubiera proporcionado el arma del crimen, sí le había suministrado la armadura literaria. Todo gran texto contiene una expiación y unos asesinatos. No era mi intención, pero sabía de qué estaba pavimentado el infierno.

Me ha cambiado. Gracias a usted soy lector. Toda la vida leeré grandes libros. Y nunca olvidaré a quien me enseñó a apreciarlos.

No me atreví a decirle que sin su padre nunca nos habríamos conocido. Le estreché la mano y me fui de allí sin darme la vuelta.

Pie, lo que me propone no es real. Por culpa de sus padres, siempre ha sufrido de una falta de realidad. Su doble crimen es la expresión de ello.

–Es verdad. He matado a personas que no eran reales. No hay nada de malo en ello

Ese chico era consciente del drama que estaba viviendo, estaba pidiéndome ayuda. Para él, enamorarse de mí era como suplicarle a la realidad que se interesase por él.

¿Y Dominique? Me caía bien. Le dedicaba poco tiempo. Pertenecía a esa franja de la realidad que te gusta que exista, igual que el paisaje. Y mientras hacía esa consideración me quedé dormida.

Aquel diálogo me puso de mal humor. De noche, durante las horas de insomnio, no me quedó más remedio que admitir que Pie me atraía más que Dominique. No estaba enamorada de Dominique. No estaba enamorada de Pie, pero me gustaba. Más que Dominique.

¿No había otros hombres aparte de esos dos? Probablemente. Pero yo no los conocía. Y no era por no haberlo intentado. Mi vida era de tal manera que los dos hombres que existían para mí tenían dieciséis y cincuenta años. ¡Si por lo menos fuera el tipo de chica que se siente atraída por adolescentes o viejos! No, la verdad es que nunca había sentido atracción por ninguna de esas franjas de edad en particular. Lo uno probablemente explicaba lo otro.

–No tengo vida, esa es la verdad. Y temo que sea hereditario. Observo a mis padres: no tienen vida. La gente de mi clase tampoco… Francamente, usted es la única persona de mi entorno que tiene vida. Enséñeme.

–Yo no puedo enseñarle a desear. Tenemos vida cuando sentimos deseo.

Cuando llega aquí, es como si la vida desembarcara. Cuando se marcha, todo se apaga.

¿Iba a enamorarme de mi profesor de Mitologías Comparadas? El simple hecho de que tuviera que hacerme esa pregunta confirmaba que era incapaz de ello. Pero me caía bien.

Las relaciones que había tenido eran intercambios rápidos y sórdidos: tratar con alguien considerado y amable constituía una agradable novedad.

–No quiero que nadie lo sepa, por usted y por mí –le dije.

–Por supuesto. Lo comprendo.

Lo comprendía todo. Acabamos acostándonos: no me moría de ganas, pero fue mejor de lo previsto.

–Hacía veinte años que no hacía el amor. Había vuelto a ser virgen –confesó.

Irradiaba felicidad.

–Me gustaría ser usted. En sí mismo, ser una chica no me atrae. Lo que me atrae es todo lo demás: usted es libre, interesante. Debe de ser divertido ser usted.