Lima asoma el bucal. Necesita aire. Tanto como el lector de esta novela que no da respiro. Golpea: al hígado, a la mandíbula. Las escenas se suceden no exentas de vértigo, de pausas, de esperas, de estertor. Una atrás de otra hasta que alguien decide separar al lector y a la novela de ese abrazo cansado que se dan.
Adalberto Lima nació cerca del Bajo. Se crio en un prostíbulo, entre mujeres acostumbradas a los clientes, a las exigencias de la policía, a los códigos de la droga, a las valijas de cartón hechas a las apuradas porque hay que irse: la Tota, madama y madre; Cristina, que lo consuela; la Negra, su mujer. Entre todas, configuraron al Lima boxeador, campeón del circuito de peleas ilegales.
Un crimen cataliza la violencia que se oprime en la novela. Un crimen que está en el Lima campeón, en el Lima olvidado, en el Lima santo, en el Lima mártir. Culpables, siempre, hay más de uno.
Negra, negrísima, Lima potencia las posibilidades expresivas de Juan Carrá, una de las voces más lúcidas del género negro en la Argentina.