Anduvimos y anduvimos, hasta que el Este empezó a sonrojarse como las mejillas de una muchacha. Después vimos débiles rayos de una luz amarillo pálido, que se transformaron al momento en barras doradas, por las que se deslizaba el alba a través del desierto. Las estrellas empalidecieron más y más hasta desvanecerse finalmente; la dorada luna se tornó macilenta, y los bordes de sus montañas se recortaron con claridad sobre su enfermiza cara, como los huesos de la faz de un moribundo; después, en la distancia relampaguearon un destello tras otro de magnífica luz que atravesaron el yermo sin límites, taladrando y encendiendo los velos de la neblina, hasta que el desierto se revistió de un trémulo brillo dorado y se hizo de día.