Altamente confirmada como auténtica obra maestra de la literatura mexicana del XX, Al filo del agua retrata de forma minuciosa la conciencia, las coordenadas mentales de un pueblo anónimo que se halla en una oscilación constante entre temor y deseo, que se baten en un prodigioso duelo. El ritmo de estos impulsos nunca realizados, de mortificaciones constantes, está entretejido con gran maestría, registrados en crescendo los desasosiegos de esta tradición arraigada, anquilosada, que empieza a resquebrajarse. Dejando traslucir un inefable amor por la música, la estructura de la obra está determinada por el contrapunto magistral de tramas y personajes, donde no hay un único miembro, sino un microcosmos coral que entrelaza polifónicamente multiplicidad de destinos, canicas mezcladas que el párroco no puede terminar de controlar. De mentalidad profundamente religiosa, lo espiritual se alza como única guía del pueblo y la política brilla prácticamente por su ausencia, ya que toda influencia externa se considera nociva para el tranquilo discurrir del pueblo. Un subtítulo de la obra podría ser «crónica del encierro», particularmente duro para las almas jóvenes, anhelantes, que se marchitan y languidecen entre las sombras.Por ello se puede decir que los personajes viven en su conciencia, donde se gestan sus deseos, siempre puertas adentro, pero por fuera eternamente enlutados, melancólicos, sin haber vivido realmente, habiéndose limitado a cumplir lo que debían. Con un lenguaje innovador que tiene en su base la fórmula, el uso del latín ligado a lo moral y aliteraciones que van calando de forma progresiva, Yáñez aporta un hondo sentido estético y una respiración propia a la obra, recreando una atmósfera asfixiante, clautrofóbica y opresiva.