El cuerpo de un indio se podía consagrar con el agua bautismal y ofrecerlo como el grano más precioso de esperanza cristiana —como un ejemplar de devoción y humildad en una época en que Martín Lutero estaba pervirtiendo la cristiandad europea— o se podía destazarlo, ponerlo en un gancho para carne y arrojarlo a los perros