—¿Vas a darme guerra, cordero? —murmuré contra sus labios. Asintió, agitada—. ¿Quieres que te los robe? —Volvió a asentir—. ¿Que te obligue?
Una exhalación temblorosa. Y por fin volvió a asentir. A mi corderita le gustaba duro y, quién iba a decirlo, era justo como yo quería dárselo.