Pero cuando pienso en las similitudes entre mis padres en las tardes melancólicas y rabiosas de sus adolescencias, ambos aislados, considero la posibilidad de que el encuentro entre dos personas no tenga tanto que ver con la predestinación como con una especie de mapa biológico que se revela mientras nos enamoramos uno del otro, y se descubre que había una inteligencia primitiva que gobernaba nuestros cuerpos y liberaba partículas elementales en el aire, incluso antes de que se encuentren, de tal manera que estas atraviesan ciudades, muros de hormigón y membranas de la piel para entrar en contacto con sustancias similares y desarrollar una forma común de resistencia, una defensa contra las ofensas del mundo: mis padres se conocieron por medio de reverberaciones similares a las de un bosque antes de un incendio, no porque estuviera escrito; su futuro no estaba impreso en la marca de agua de una Biblia o en un viejo horóscopo, solo era una vibración particular en el aire, una alarma invisible que invitaba a la supervivencia.