Si para el hombre este camino es largo y difícil, para la mujer –en nuestra sociedad masculina– la tarea se hace inmensa. Si las cuatro cimas de la realización viril son el campeón (centro material), el héroe (centro libidinal), el genio (centro intelectual) y el santo (centro emocional), a las mujeres –con el beneplácito de las religiones– se las reduce a cuatro limitados roles: virgen (centro material), puta (centro libidinal), tonta (centro intelectual) y madre (centro emocional); es decir, señorita frustrada, pecadora despreciable, belleza hueca y esclava doméstica. Se cuenta que el primer Buda dijo a una monja «Espero que después de morir renazcas en un hombre, para que te puedas iluminar», y San Pablo escribió «Porque el varón... es imagen y gloria de Dios; pero la mujer es gloria del varón» (1 Corintios 11, 7). En los cuentos iniciáticos –producidos casi siempre por grupos religiosos masculinos– los maestros son viejos, pero no viejas. A la mujer de edad, nuestra sociedad no le concede la posibilidad de la sabiduría y la muestra siempre como si fuese fea, bruja, madre sacrificada o adefesio lujurioso, en fin, como un monstruo. La mujer puede y debe –aceptando la vejez como un don sagrado– recorrer el camino que lleva a la hermosa santidad.