Felicidad, secreto, felicidad», repetía mientras apretaba el paso, tratando de no hacer eses y de controlar al mismo tiempo el ritmo de la respiración. Y acabé comprendiendo que la palabra felicidad era un peso muerto. La envolví en un periódico viejo y la tiré en la primera papelera que me salió al paso, olía mal y tenía restos de sangre. Con el secreto, en cambio, me quedé. «Será lo último que tire a la basura», me prometí entre dientes, «bajará conmigo a la tumba, cuestión de carácter, tarannà.»