El cine sólo existe acaso bajo la forma de un sistema de distancias entre cosas que llevan el mismo nombre sin ser miembros de un mismo cuerpo. Es el lugar material donde nos conmovemos ante el espectáculo de las sombras. Es también el nombre de un arte constituido como tal por la pasión cinéfila, que borra las fronteras entre el arte y la diversión. Fue, en un tiempo, la utopía de una escritura del movimiento que uniera el trabajo, el arte y la vida colectiva. Aún es, a veces, el sueño siempre desengañado de una lengua de las imágenes.
Jacques Rancière estudia algunas formas ejemplares de esas distancias: el cine toma las ficciones de la literatura, borrando sus imágenes y su filosofía. Rechaza el teatro, pero a costa de cumplir su sueño. Regula el paso de la emoción de las historias al puro placer de la actuación o da más peso a los cuerpos para mostrarnos el pensamiento en acción. Expone al mismo tiempo la capacidad política de todos y su propio poder de transformar sus manifestaciones en fuegos de artificio o en formas que se disipan como ondas en la superficie del agua.