Imaginó cómo la habría golpeado, con qué terrestre dulzura homicida, el lento puñetazo en pleno rostro, hasta romperle la madre, en medio del odio de todos los presentes, un odio sacrosanto y puro hacia él. Pero no. Nunca hubiera podido pegarle, jamás habría tenido con qué hacerlo, brazos, puños, despojado como estaba, atónito y tan lejos.