Bailamos como si no tuviésemos otra cosa que hacer salvo bailar. Uf, qué bien me sentó. Había olvidado el gozo del mero hecho de existir; de dejarse llevar por la música, entre una multitud de gente, las sensaciones que se experimentaban al fundirse en una masa orgánica compacta, palpitando al son de un mismo latido. Durante unas cuantas horas de música ensordecedora y oscuridad, me evadí de todo, mis problemas se evaporaron como globos: mi horrible trabajo, el tiquismiquis de mi jefe, mis intentos fallidos de seguir adelante. Me convertí en algo vivo, alegre. Me fijé en Lily entre el gentío, con los ojos cerrados y el pelo sacudiéndole la cara, esa peculiar mezcla de concentración y libertad que refleja el semblante cuando uno se deja llevar por el ritmo. Entonces abrió los ojos y me molestó que en la mano que tenía levantada llevara un botellín que obviamente no era de Coca-Cola, pero me sorprendí a mí misma correspondiéndole con una sonrisa —una amplia y eufórica sonrisa burlona— y pensando en lo curioso que era que una niña hecha polvo que apenas se conocía a sí misma tuviera tanto que enseñarme sobre el oficio de vivir.