Adelante en la aventura de ser, de averiguarse al paso de los días, Juan Gelman desciende a los antros más hondos de la lengua. Como Quevedo y Vallejo, padre y abuelo mineros, formula de nuevo la misma pregunta: ¿qué soy, quién soy? Duda esencial y fundadora que indaga por aquello que nadie ha de frasear sin acudir al balbuceo. Hamlet porteño, Gelman asume una perplejidad tanguera al enfrentar las cachetadas de la muerte y la vida. A la primera, de plano la releva de su oficio discreto de putilla para endilgarle un título más puntual: hijaeputa. A la otra le pinta una gambeta y la deja plantada con sus viejas ofrendas en la mano. Como sea, una y otra conviven aquí en tensión, se completan a fuerza de oponerse: La vida y la no vida tan/ juntas en un pedazo de muerte/ no tienen peso ni medida ni precio. En estos poemas el desencanto y la desdicha son apenas escalas en el largo camino hacia el hallazgo de lo que nunca fue. Así restaura el poeta su extenso inventario de utopías; así también les restituye su dimensión de cosas por cumplirse. Nada es pérdida en el diario afanarse por la dicha, en el juego infinito de asediarla: el amor, cada día, vuelve a echar mano del gesto y la palabra para lamer las heridas de lo posible. Lo queesta voz informa desde hacemás de cincuenta añosse afinay se depura en estaslíneas, abiertascomo nunca a ciertos sueños que no se pueden comer, ciertos fantasmas que vuelven a la lengua con un sollozo mudo.