Ahora, en las pausas de los tambores, se oían otros golpes más tenues, pero más cercanos, como de alguien que me viniese a salvar, que me llamase desde otra orilla, a través de un delgado tabique. Alguien me estaba buscando con una luz muy fuerte para sacarme de allí, pero iban a pasar por mi lado sin verme, sin oírme. Sabía que todo consistiría en lograr dar un grito poderoso. Lo intentaba de nuevo, sin conseguir soltar el chorro de la voz. Lo ensayaba, a empujones cortos y continuados, sin tregua. Tenía una piedra enorme cegándome la voz, como la entrada de una cueva.