sangraba de narices y patas, pero proseguimos empecinados el vasto, el espléndido, el difícil camino.
Algo nos esperaba en medio de aquella selva salvaje. Súbitamente, como singular visión, llegamos a una pequeña y esmerada pradera acurrucada en el regazo de las montañas: agua clara, prado verde, flores silvestres, rumor de ríos y el cielo azul arriba, generosa luz ininterrumpida por ningún follaje.
Allí nos detuvimos como dentro de un círculo mágico, como huéspedes de un recinto sagrado: y mayor condició