semanal, no fue eso lo que hizo. Esta vez anduvo incesantemente, ciego a todas las cosas, a través del barro y el agua, hasta que, por último, buscó asiento en un escalón, hundió el rostro en las manos y se quedó, por lo menos media hora completamente inmóvil. De tarde en tarde, para sus adentros, musitaba: «¡Muerto! ¡Muerto!».
Al cabo de un rato se alzó otra vez y reemprendió su caminata. El crepúsculo andaba ya avanzado y Jurgis estuvo caminando hasta que, caída ya la noche, encontró cerrado el camino por la barrera de una vía férrea que estaba tendida al paso de un tren de mercancías que avanzaba lenta pero estruendosamente. Jurgis se detuvo a mirar y, en ese momento, de la manera más inopinada, un loco impulso que, callado, latente, desconocido, había estado germinando en su interior, cobró súbita vida y se apoderó de él. Había reemprendido la marcha, esta vez a lo largo de la vía y, cuando hubo dejado atrás la caseta del guardabarrera, dio un salto al frente y se aupó a uno de los vagones.