«Federico Monjeau era —es— un crítico y un ensayista natural. Sin ser un estilo ostentoso o que buscara una singularidad deliberada, el suyo siempre fue rápidamente reconocible: claridad de la prosa, afición por la lógica, cierto aire moral, calado de amplísimo rango, y cierta —digámoslo sin temor— dulzura. Aun siendo un escritor sobrio —nunca seco— no podía disimular lo afectuoso que era. Un afecto sin autorización para debilitar su rigor.
A mediados de 2016, Clarín le ofreció a Monjeau escribir una columna semanal en un nuevo suplemento. Hacía unos treinta años que trabajaba en el diario, pero lo pensó largos días. No se creía a la altura del desafío. Puede sonar ridículo ahora que estas páginas reúnen decenas de “Notas de paso”, como decidió bautizarlas con gracia y liviandad. Le sobraba paño, y meses después soltó una frase que pronunció sin desplazarse un milímetro de su modestia: “Esos ensayos me convirtieron en escritor”.
En este libro se trata sobre todo de música clásica y contemporánea, pero Monjeau podía atacar y glosar con solvencia el rock, el pop, el folclore, el tango, el jazz y, por supuesto, las canzonettas del napolitano Roberto Murolo, uno de sus predilectos. O aventurarse con agudeza y originalidad en los cruces menos obvios entre música y literatura, o, por ejemplo, en hondas y precisas disquisiciones sobre el cineasta Éric Rohmer como crítico musical. En una de varias crónicas de viaje, sobre Catamarca, le basta un solo guiño a su métier, por medio del ballet, para hacer girar todo el texto alrededor de ese centro solapado, a la manera de un lento y hermoso carrusel» (Matías Serra Bradford).