Desde que, en 1537, el rey Enrique VIII de Inglaterra decide romper con Roma y el catolicismo hasta la consumación del desastre de la Armada Invencible en 1588, transcurre medio siglo de enemistad y hostilidad entre la España imperial de los Austrias y la contradictoria Inglaterra emergente de los Tudor. A la pujanza política y expansiva del Imperio español se opone una Francia debatiéndose en crisis civil y religiosa, los Países Bajos en plena sublevación y una Inglaterra que, presumiendo de neutralidad, bajo el gobierno decididamente protestante de la reina Isabel I (hija bastarda de Enrique VIII) tomaría claro partido, optando por una oposición permanente al catolicismo, representado por el Papa y su más fiel paladín, el rey Felipe II de España, destinado a ser gobernante del más grande imperio del mundo, donde «no se ponía el sol».