Empecé a pensar en lo que se hablaba en las reuniones, y empecé a apuntar algunos nombres de escritores que se mencionaban, ellos y otros hombres con los que yo tenía menos relación, en la asociación y en los bares donde tomábamos algo. De un escritor yo saltaba a otro, y a otro, y las conclusiones se las contaba siempre a este hombre, a mi pareja, Pedro se llamaba, y las debatía con él. Él las ponía en común a la reunión siguiente: qué listo, está hecho un catedrático, todos le admiraban. Yo callaba, porque en su voz sonaba mejor todo lo que yo hubiera dicho con la mía. Empecé a tomar café con algunas mujeres, con tu abuela, con otras amigas, en los salones de unas y de otras, en mi casa, y allí hablábamos de temas más nuestros, que a ellos les interesaban poco: el divorcio, el aborto, la violencia, no solo de golpes sino también de palabras. Tu madre empezó a recomendarme libros que le descubrían en la carrera, en la universidad, y seguí leyendo, y me di cuenta de que conforme más pensaba por mi cuenta, más incómodo se sentía Pedro.