Hay errores que nos importan mucho, porque nos conducen hacia un punto imprevisto que no deseamos y desde el cual sentimos, una vez que ingresamos, que ya no se puede volver. Es el error en el cual Meg, la protagonista del filme Una buena mujer, estuvo a punto de incurrir. Es sobre lo que se pregunta Warren cuando, en el filme Las confesiones del Sr. Schmidt, recuerda el período de su vida en que eligió trabajar en la empresa de la cual hoy se jubila. Es lo que conduce a Chieko, la japonesita de Babel, a una conducta sexual que agrava su desolación profunda, y es lo que estuvo a punto de sucederle a Tommi, el niño sensato que protagoniza el filme Libero, cuando torturado por una situación familiar muy penosa se imagina que puede pasar por encima del amor que lo une a su padre.
Nuestros grandes errores surgen muy frecuentemente de motivos que se apoyan en creencias que el consenso avala, y que nos parecen “naturales”. Vivimos inmersos en prejuicios, en pensamientos prepensados que se conservan y se repiten porque, cuando fueron creados, quedó asumido que funcionaron bien. Es claro que no podríamos vivir si tuviéramos, continuamente, que repensarlo todo. Pero también que hay prejuicios negativos que el entorno nos contagia, que también retransmitimos, y que más nos valdría repensar. Nuestros grandes errores fueron casi siempre el producto de una decisión que eligió el camino, más fácil, de lo ya pensado. Un camino que se conforma, con demasiada naturalidad, con la influencia insospechada que, en sus múltiples combinaciones, ejercen sobre nuestro ánimo y sobre nuestra conducta la rivalidad, los celos, la envidia y la culpa, cuatro gigantes del alma que, incautamente, reprimimos.