POMPEYA
Había viajado largamente en barco; había viajado una noche interminable en un tren ceniciento y, por fin, hacia la madrugada, había viajado en un vacilante coche de alquiler. Ahora estaba en Pompeya. Cuando pisó las gradas, su cuerpo tembló. Recorrió las calles donde el pasto y la maleza crecían entre las piedras abandonadas. El sol, implacable, arrancaba destellos níveos de los fragmentos de columnas y de los trozos de mármol dispersos en los senderos. Se quitó los zapatos y corrió hasta lastimarse los pies. Pegada al muro, sin aliento, esperó. El aire ardiente dibujó el llamado de las tórtolas. Al atardecer, cítaras y risas ondularon arriba, entre los cipreses. Sin abrir los ojos, la mujer elevó una arcaica plegaria de agradecimiento. Se soltó el pelo y dejó caer el vestido junto al muro. Se apresuró. Los comensales habían llegado y el banquete estaba por comenzar. En el círculo de peces y delfines que dibujaban los mosaicos, dos adolescentes desnudos esperaban la señal del dueño de casa para trabarse en una lucha que era juego. La mujer alzó la mirada radiante y se buscó tras las columnas, en la claridad de los muros, en la escena del fresco que cubría la pared larga de la galería, hasta encontrarse. Allí era donde pertenecía.