Bioética, caridad mediática, acciones humanitarias, salvaguarda del medio ambiente, moralización de los negocios, de la política y de los media, debates sobre el aborto y el acoso sexual, cruzadas contra la droga y el tabaco: la revitalización de los «valores» y el espíritu de responsabilidad se esgrimen por doquier como el imperativo prioritario de la época. Hasta hace poco, nuestras sociedades vibraban con la idea de liberación individual y colectiva, hoy proclaman que la única utopía posible es la moral. Pero no por eso hay un «retorno de la moral». La era del deber rigorista y categórico se ha eclipsado en beneficio de una cultura inédita que prefiere las normas del bienestar a las obligaciones supremas del ideal, que metamorfosea la acción moral en show recreativo y en comunicación de empresa, que alienta los derechos subjetivos, pero reniega del deber desgarrador. La etiqueta ética aparece en todas partes; la exigencia de sacrificio, en ninguna. Nos hallamos envueltos en el ciclo posmoderno de las democracias que repudian la retórica del deber austero e integral y consagran los derechos individuales a la autonomía, al deseo, a la felicidad. Nueva fase de la cultura individualista que no excluye las reivindicaciones intransigentes y su ceguera. Frente a las amenazas del neomoralismo, así como del cinismo de corto alcance, conviene rehabilitar la inteligencia como ética que se muestra menos preocupada por las intenciones puras que por los resultados benéficos para el hombre, que no exige el heroísmo del desinterés, sino el espíritu de responsabilidad y la búsqueda de compromisos razonables. ¿Liberalismo pragmático y dialogado o nuevo dogmatismo ético? El rostro de mañana se formará conforme a esa lucha que libran esas dos lógicas antagonistas del post-deber.