«Cada pedazo de ti fue condenado a ser mío
desde que me abriste las puertas de tu cielo, ángel.»
Mackenzie Probbet solo quería alejarse, olvidar, volver a empezar de cero; sin burlas o cualquier tipo de abuso escolar como el que tuvo que vivir prácticamente toda su vida. Ella tan solo quería comenzar de nuevo, hacer amigos que no pudieran defraudarla y finalmente abrirse a la idea del amor. Pero su timidez y torpeza, además de las burlas dirigidas a ella durante los años, la hicieron creer que no era lo suficiente buena para los chicos, y que por ese motivo nadie se fijaba en ella.
Excepto aquellos ojos que la perseguían por las noches.
Hasta que un día, él apareció en su puerta, con esos ojos avellana que tanto la cautivaron desde un primer momento.
Llevaba una gran mancha en su ropa.
Sangre, espesa y roja.
Ayden no sabía hacia dónde corría, tan solo lo hacía sin rumbo alguno con la esperanza de alejarse de los demonios que lo perseguían. Apenas sentía los dolores, su cuerpo estaba en un estado de shock extremo a tal punto que era extraño que no sintiera los efectos de sus heridas.
Hasta que vio aquella casa y por instinto tocó la puerta, casi sin fuerzas. Estaba debilitado y dudaba poder mantenerse aun en pie.
Un ángel fue quien abrió la puerta, y tan solo fue la vista de sus ojos lo que hizo que las esperanzas por sobrevivir y verla de nuevo florecieran en su pecho.
Sin embargo, su pasado lo atormentaba, y sabía que tarde o temprano, volvería a él toda la mierda que vivió durante su adolescencia.
Y, aun así, quiso disfrutar cada minuto del amor que una persona como Mackenzie podía darle.