Todo ello, ni muy suculento ni muy abundante; pero junto a la miseria diaria, un banquete.
De los indios de las haciendas, muchos habían caminado quince o veinte kilómetros y llevaban doce horas sin probar bocado; mas no por eso denotaban impaciencia o precipitación: aguardaban su turno con mansa dignidad. Luego, con la comida en las manos, iban a sentarse a la sombra de los árboles, para entregarse allí a morder, poco a poco, sus rollos de tortillas. Comían con tristeza fiel —con la tristeza fiel con que comen los perros de la calle—; pero lo hacían, al propio tiempo, con dignidad suprema, casi estática. Al mover las quijadas, las líneas del rostro se les conservaban inalterables.