Acaso esto: que lo importante para madame Maroszek no era que alguien escribiese su historia en un libro contable, o en los márgenes de una mala novela francesa, o en partituras invisibles, o en papeles membretados de los hoteles de una ciudad; acaso lo importante, para alguien como madame Maroszek, no era dónde escribimos nuestra historia, sino escribirla. Narrarla. Dar testimonio. Poner en palabras nuestra vida entera. Aunque tengamos que escribirla en papeles sueltos o en papeles robados. Aunque tengamos que levantarnos de una última cena para buscar un último papel amarillo. Aunque tengamos que narrarla sin nombre o con un nombre inventado y escrito en una enorme bitácora. Aunque tengamos que usar pequeños trozos de tiza blanca sobre un muro de humo negro. Aunque tengamos que apropiarnos de los márgenes de cualquier otro libro. Aunque tengamos que cantarla parados sobre un bote de basura. Aunque tengamos que ponernos de rodillas y excavar un hoyo con las manos, en secreto, al lado de un crematorio, hasta asegurarnos de poder dejar nuestra historia en el mundo, aquí en el mundo, bien enterrada en el mundo, antes de volvernos ceniza.