o horrible de los Dos Minutos de Odio no era el que cada uno tuviera que desempeñar allí un papel sino, al contrario, que era absolutamente imposible evitar la participación porque uno era arrastrado irremediablemente. A los treinta segundos no hacía falta fingir. Un éxtasis de miedo y venganza, un deseo de matar, de torturar, de aplastar rostros con un martillo, parecían recorrer a todos los presentes como una corriente eléctrica convirtiéndolo a uno, incluso contra su voluntad, en un loco gesticulador y vociferante.
Las noticias nos hacen odiar y modulan nuestras emociones