Una monja emparedada que ha hecho voto de tinieblas (nunca más ver la luz del sol, de la vela o del farol) deja descender la mano derecha por su bajo vientre y, con los dedos humedecidos por el deseo, escribe una autobiografía apócrifa (que esquive la ortodoxia de la autobiografía oficial, escrita para que escape de los ojos represivos de los hombres, escrita para sí misma) sobre su cara y sus senos, en las piernas y en los brazos, las uñas de sus pies y de sus manos, su cuello y sus hombros, en la espalda y en los glúteos. Su cuerpo comienza a convertirse en un mapa –una isla diseñada desde la oscuridad del convento–, en el que se mezclan una geografía oficial, dibujada con la cartografía y la razón, y otra con una imaginación subversiva, fantasiosa, asediada por fracasos sexuales, del amor y sus vergüenzas. Entre las historias y los personajes de Voto de tinieblas se despliega la reflexión en torno a las prohibiciones y peligros que una monja, que vive la confusa y violenta época de la independencia de España (momento de transición pero también de reticencia a las transformaciones) debe enfrentar cuando decide ser escritora en un mundo en que escribir es una actividad exclusivamente masculina. En paralelo a estas aventuras se teje una reflexión en torno a la memoria personal y colectiva. Se perfila la manera como se va extinguiendo la población indígena aniquilada por la guerra, la viruela y la vergüenza.