El decir sí a la vida incluso en sus problemas más extraños y más duros; la voluntad de vivir, que en el sacrificio de sus más altos tipos se alegra de su propia inagotabilidad: a esto es a lo que yo llamaba dionisíaco, esto es lo que adiviné como el puente hacia la psicología del poeta trágico. No para librarse del horror y la compasión, no para purificarse de una emoción peligrosa mediante su descarga vehemente —así lo comprendía Aristóteles—: Sino, por encima del horror y la compasión, para ser el eterno placer del devenir mismo, aquel placer que encierra además en sí mismo el placer por aniquilar… Y con ello vuelvo a tocar el punto del que otrora partí —el Nacimiento de la tragedia fue mi primera transvaloración de todos los valores—, con ello vuelvo al ponerme en el suelo del que surge mi querer, mi poder: yo, el último discípulo del filósofo Dioniso, yo, el maestro del eterno retorno…