Mientras los recorría, Eduardo aprovechaba para pensar. Necesitaba pensar. Tenía la impresión de que en algún punto de su vida algo se había torcido, y ese «algo» lo trajo hasta la mañana en la que buscaba la casa de la señora Bellacua. Era un hombre razonable, pero no podía evitar que cada tanto aflorara la voz interior, burlona y aguda como la de una vieja loca, que lo llamaba «Señor Fracaso»