El dueño y la dueña de la casa estaban sentados al final de una larga mesa, rodeados por una joven de dieciocho años y un chico de dieciséis que pertenecían a otra esfera. La multitud de niños ocupaba la mitad desheredada de la mesa, aquella en la que ni siquiera había pan. Era evidente que tenía asignado, si no mi propio sitio, sí al menos un espac