Tuve suerte, pues una anciana se hizo cargo de mí. Parecía algo desequilibrada, traumatizada, pues había visto morir torturados a su compañero y a sus dos hijos, que habían sido acusados de instigar varios levantamientos entre los esclavos. En realidad, era una mujer que vivía instalada en el más allá, como quien dice, siempre acompañada por sus queridos difuntos y entregada a cultivar el don de comunicarse con los espíritus. No era asante, como sí que lo eran mi madre y Yao, sino nagó, oriunda de la costa. Respondía al nombre de Yetunde o Man Yaya, en criollo. Y todos la temían. Pero, no obstante, siempre acudían a verla, desde lugares de lo más lejanos. Man Yaya tenía grandes poderes.
Lo primero que hizo fue bañarme en una gran pila donde flotaban unas raíces de olor fétido, y dejó que el agua purificase así todo mi cuerpo. Después me hizo beber una poción casera y me colgó al cuello un collar de piedrecitas rojas.
—Estás destinada a sufrir mucho en esta vida. Sí. Muchísimo.
Pronunció estas terroríficas palabras con mucha calma, casi sonriendo.
—¡Pero sobrevivirás!