En 1917, Arthur James Balfour declaró que en Palestina el Gobierno británico no tenía «siquiera la intención de pasar por el formulismo de consultar los deseos de los actuales habitantes del país». Las grandes potencias —siguió diciendo— estaban comprometidas con el sionismo, «y el sionismo, sea acertado o equivocado, bueno o malo, está arraigado en tradiciones seculares, en necesidades presentes, en esperanzas futuras, de una importancia mucho más profunda que los deseos y prejuicios de los setecientos mil árabes que hoy habitan esa antigua tierra».[442] Cien años después, Donald Trump reconocía a Jerusalén como capital de Israel, afirmando: «Hemos dejado a Jerusalén fuera de discusión, así que no tenemos que volver a hablar de ello». Asimismo, el presidente estadounidense le dijo a Benjamín Netanyahu: «Has ganado un punto, y cederás algunos puntos más adelante en la negociación, si es que alguna vez se lleva a cabo. Aunque no sé si alguna vez se llevará a cabo».[443] De ese modo se despojó de un plumazo a los palestinos del que constituía el elemento central de su historia, su identidad, su cultura y su religión sin llegar a aparentar siquiera que se consultaban sus deseos.